Un saludo
Alabada sea la Espada Negra
Cuándo su madre terminó de destripar a
aquella joven, algo cambió en el interior de Aldo. La cabeza de la muchacha se
arqueó hacia atrás con su último aliento de vida, dejando sus ojos
terriblemente abiertos e inertes clavados en los de Aldo. Éste recuerdo quedará
grabado en su memoria hasta el fin de sus días, cuando apenas tenía trece años,
mientras los demás niños recordaban su cumpleaños más especial en familia o la
primera vez que consiguieron hacer bailar su peonza.
Pero
esa no era la vida que le había tocado a Aldo, una infancia feliz y sin
sobresaltos no era lo que la gran Taharda tenía pensado para él. Desde que su
padre murió, cuándo Aldo apenas estaba aprendiendo a gatear, le fue arrebatado
ese cómodo y aceptado estatus que brinda el término normalidad. Su madre perdió
la cabeza, no fue capaz de sobreponerse y la respetada mujer que antaño había
sido, dio paso poco a poco a una figura desaliñada, huraña y estrambótica que
hacía las delicias de los cotilleos más crueles y descorazonados por parte de
sus incomprensivos vecinos. El estigma de la locura no tardó en salpicar a la
madre de Aldo y con él, el rechazo y el desprecio de todos los que estaban a su
alrededor. Así pues, una mañana cualquiera, la desequilibrada mujer envolvió a
su pequeño en un manto y huyó al bosque. Una única idea atravesaba su cabeza,
devolver a su amado a la vida, no importaba el precio a pagar.
Así fue como Aldo se crió entre
extraños rituales de magia negra, sacrificios animales y conjuros
impronunciables. Los esfuerzos de su madre parecían inútiles a pesar de su
obstinación, la cual la llevó incluso a dormir y comer junto al cadáver de su
marido, una imagen a la que Aldo tuvo que acostumbrarse a la fuerza. Él no
protestaba, asumía con temor y resignación los horrorosos actos de su madre que
cada vez iban haciendo más mella en su tierna mente, y así lo hizo hasta que
aquellos horrorosos actos empezaron a resultarle normales, hasta que ya no
sentía repulsa, ni miedo, ni tristeza, en fin… hasta que ya no sentía nada.
La madre de Aldo se sentía totalmente
frustrada y cada vez más desequilibrada. Fue entonces cuando Taharda acudió a
ella. Se reveló en sueños mientras la pobre mujer dormía aferrada a aquel
cadáver que una vez había sido su marido. La Diosa de la muerte, temida por
casi todo el mundo, se sentía satisfecha ante todos los sacrificios animales
que aquella mujer llevaba a cabo varias veces al día, pero no era suficiente.
Taharda le dijo que para disponer de un regalo tan grande como es la vuelta de
un ser querido, los sacrificios tendrían que ser humanos, y no bastaba
cualquier paria desgraciado al que nadie iba a echar en falta, las almas que
Taharda reclamaba debían ser puras y bondadosas. Dicho y hecho, aquella bruja
no dudó ni un instante y esa misma mañana se puso manos a la obra.
Aldo ya estaba entrando en la
adolescencia y a pesar de su delgada figura, el bosque le enseñó las artes de
la agilidad y el sigilo. Aprendió a ver sin ser visto y a escuchar sin ser
escuchado, habilidades que no pasaban desapercibidas para su madre, a pesar de haber
apartado desde hacía tiempo el más mínimo asomo de cariño hacia su propio hijo.
Había llegado la hora, Aldo estaba creciendo y ya estaba preparado, a juicio de
su madre, para ayudarla en su
desquiciada misión e incluso continuarla en caso de que ella no lo consiguiera.
Una vez más, Aldo obedeció, aquel chico sombrío y callado era totalmente sumiso
a su madre a quien temía con toda su alma. Temor que él confundía con amor,
puesto que era el único ser vivo capaz de provocar algún tipo de sentimiento en
el atormentado joven.
Antes de darse cuenta, Aldo ya
engañaba, secuestraba, torturaba y mataba a inocentes sin apenas pestañear,
pues palabras como empatía o piedad eran totalmente desconocidas para él. No
sentía nada, sólo un inmenso y eterno vacío en su interior que poco a poco
conseguía llenar en el momento en el que la vida de sus víctimas se apagaba. Obediente,
cumplía con los sacrificios que exigía Taharda, la cual le obsequió con cierta
sensibilidad sobrenatural que aún tenía que aprender a manejar. Pero Aldo no se
sentía agradecido, albergaba un profundo desprecio por Taharda y todos los
demás dioses, a pesar de poner mucho cuidado en no mostrarlo nunca. Cometió el
error de pensar que podía engañar a la gran diosa de la muerte, que podía
aprovecharse de su favor y sus obsequios mientras maldecía en su interior
contra ella, así decidió sacar provecho de sus terribles asesinatos en los
bajos fondos de Dormenia. Los mismos objetivos por los cuales cobraba buenas
cantidades de dinero como mercenario, servirían de paso como sacrificio para
mantener a Taharda satisfecha.
Pero la temible Diosa no pasó por alto
esta deslealtad y el precio a pagar fue muy caro. Durante su último sacrificio
algo salió mal, un inquietante silbido en el aire empezó a envolver a Aldo y a
su madre, aturdiéndoles cada vez más hasta que sus cuerpos cayeron desplomados.
Incapaz de mover ni un solo músculo pero despierto y consciente de todo cuánto
estaba sucediendo, Aldo presenció una imagen terrible. Su madre quedó
totalmente paralizada y comenzó a levitar, la esquelética mujer ahogó un grito
horrible en su garganta justo antes de que su cabeza se separara por si sola
del resto de su cuerpo. Acto seguido, unas sombras etéreas y oscuras como la
mismísima noche la envolvieron hasta hacerla desaparecer. Aldo quiso gritar,
patalear, golpear aunque fuese al aire, pero no pudo hacer nada de eso, solo
observar inmóvil cómo su madre había desaparecido para siempre. Entonces, una voz
retumbó en el interior de su cabeza, una voz asexuada y andrógina que le dijo
lo siguiente: “Has traicionado mi confianza, Aldo. Tu madre sólo ha sido el
principio, juro que no quedará rincón en este corrompido mundo en el que puedas
esconderte, tu vida está condenada, atormentaré tu existencia y sufrirás la
persecución incesante de la oscuridad durante el resto de tus días”.
Con esta amenaza Taharda liberó a Aldo,
el cual huyó hacia la ciudad sin mirar atrás. Tenía cobijo asegurado y una
forma de ganarse la vida gracias a sus contactos en los bajos fondos, seguiría
matando, eso es algo que nunca podrá dejar de hacer y lo único que conseguía
proporcionarle cierto placer, pero esta vez por dinero. A pesar de todo, Aldo
sabía que estaba condenado a la paranoia y a la desconfianza, pues sentía en
todo momento la presencia amenazante de aquellos espectros que consumieron a su
madre y sabía que en cualquier momento podían atacar.
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